Castil de Vela no es solamente ese pueblo castellano
al que durante tanto tiempo perseguí, inútil y afanosamente,
en la diminuta vastedad de mapas y de páginas
amarillentos y crujientes de olvidos y de décadas.
Castil es ante todo –y para mi- un susurro de historias
soñadas y escuchadas en las tardes de mi infancia,
un susurro que siempre sonó extraño y distante
a la fonética de mi español de cada día,
un susurro medio ahogado de tristezas
entre las viejas y lentas voces familiares
y los vientos fríos y tenaces de las pampas.
Castil de Vela fue la cuna de mi abuelo,
pero también el fantasma que erraba mudo
por el patio y los cuartos de mi casa.
Para el niño que he sido
-y que de algún modo sigo siendo-
Castil de Vela era ese gastado disco de pasta
con sones de tambores y dulzainas
puesto a sonar como un himno en fechas solemnes
de las que nunca me fue dado conocer su por qué.
También es la imagen de una familia joven
derramando lágrimas y sueños
sobre la cubierta de un vapor llamado Thames
que va dejando para siempre el puerto de Coruña.
Y es el origen de mi lengua y de mis rasgos
(mi abuela me decía que yo era igual a un tal Mañueco)
y la causa de mi amor por los atlas geográficos
y por las palomas, siempre iguales a aquellas
que mi abuelo alimentaba en las mañanas y las tardes
con el silencio y la introspección propias
de una acaso memoriosa comunión
con lo pasado y lo lejano hecho presente cada día.
Castil de Vela es también para mi el rojo de la capa
del severo romano cabalgando conquistas
en la desolada inmensidad de la Tierra de Campos,
y es el misterioso vacceo celtíbero
y es la barba y la espada enorme y temida
del bravo visigodo que legará a Castilla
su nobleza, su voluntad y su fe.
Jamás he pisado esa tierra sin árboles
aunque fresca y bellamente sombreada por las
incontables hojas y ramas de su historia.
Jamás he pisado esa tierra
y dudo de que vaya a hacerlo alguna vez.
Y, sin embargo, allá en lo profundo,
en lo más arcano de mi carne y de mi sangre,
algo de mi bebió gotas de sus aguas
y masticó el pan de sus trigales antiguos
y laboró en sus mañanas heladas
y contó las estrellas de su bóveda estival.
Si algún hombre o mujer del Castil
llegara a leer algún día
las palabras de estos sencillos versos,
que sepa, que sienta, que intuya en ellas
la dulce y serena emoción
de este extraño que soy y que no regresará.
Me pertenece, la heredé de un niño llamado José
que en su corazón jamás partió de su terruño.
Gustavo Guillermo Adolfo León. Argentina
PACO BUENOS DIAS Y BUEN MIERCOLES¡¡¡
…Más que emocionante …..estar fuera de la tierra de uno, tiene wue ser terrible, ni me lo imagino para mí¡¡……..ya no de Cataluña solamente, si no de España¡¡…….se me hace un nudo en la garganta…..
…No quiero ni pensar como deben sentirse estas personas…….
Un abrazo¡¡¡
Hoy en la que las distancias son ,casi siempre inexistentes, si se dispone de la cuantía para pagar un pasaje.Resulta emocionante y doloroso leer la desgarradora añoranza que la realidad de entonces imponía a quienes tuvieron que emigrar, para nunca volver.